21.6.09

Sucedió en San Diego...


Crystal Pier. Donde interminables reflejos de luna invaden la espuma que salpica nuestros pies. Ella, de puntillas, miraba a través de mi hombro las luces de la ciudad de San Diego, una miríada de colores en el horizonte despertando al caminar de sus gentes, conocidas, y de las no tan conocidas gentes de fuera.

La locura de sentirnos vivos, y de expresar el deseo que cada uno sentía por el otro, se transformaba en cada beso, en cada caricia que nos hacía sentirnos excitados, emocionándonos a cada mirada más cómplice y provocadora. Una locura maravillosa, que nos llevó dos noches antes, mientras hacíamos el amor en la habitación de un histórico casón reconvertido en hotel, a escribir cada uno tres ciudades en seis papeles, meterlos en el sombrero que usamos para escojer nuestro destino, y, tras sacar uno de ellos inocentemente, preparar al día siguiente las maletas con un nuevo rumbo.

Una música suave, arrulladora, nos mecía llevándonos al reino de las sensaciones. En ese momento ella, con una mirada pícara a la vez que lasciva -que yo ya conocía-, se tumbó en la arena, cerrando los ojos y dejándose llevar por la experiencia.

Se quitó la poca ropa que llevaba -hacía calor aún siendo septiembre-, abriendo las piernas y los brazos como queriendo jugar al deseo más intenso con el mar, y por ende, conmigo. Las suaves olas humedecían su espalda, sus piernas y su cabello. Ella sabía que yo, allí mirándola, viendo como el mar entraba y salía de su cuerpo, me iba excitando más y más a cada instante. Aún con los ojos cerrados, era capaz de percibirlo. Tal era la sincronía que nos daba el haber compartido tantos momentos como aquel.

Me di cuenta de que una inmensa excitación me recorría el cuerpo. Mi miembro, tantas veces encendido por ella, volvía a responder como la primera vez. Ella lo notaba, sabía qué estaba pasando por mi cuerpo, y eso hacía que se moviese lentamente sintiendo el agua meciendo su cuerpo, haciéndolo llegar a regiones antes no exploradas.

Yo no aguantaba más. Un torrente de placer pugnaba por salir, por estallar y unirse a la mujer a la que tanto deseaba, un ligero temblor me incitaba a acercarme. Más no podía. No hasta que ella alcanzase su nivel de deseo, de intensidad similar al mío, y entonces llegaría una señal, ella sabría cuando. Y yo entendería que la Vida había entrado en ella, poseyéndola, y cediéndome el testigo para ser parte de esa experiencia.

Comenzó a temblar, a gemir de placer. Nunca antes la había visto tan excitada, tan al borde del orgasmo, tan viva. Si, eso era. Se sentía completa, viva, mujer. Y quería compartirlo conmigo.

Me tumbé en la arena, mojada, y en contraste, algo fría. Ella se giró hacia mi sin abrir los ojos, se sentó encima mío, y comenzó un balanceo rítmico, acompasado milagrosamente con el ir y venir de las olas. Su pubis, su pelvis apretada contra mi, sintiendo mi miembro temblando dentro de ella. En ese instante, agarrando con fuerza mi trasero con sus manos, se dejó llevar hacía atrás, quedando tumbados en la arena uno frente a otro, mientras un interminable gemido de placer nos invadía, y el orgasmo llegaba, todos los músculos de ambos en tensión, en un final que no tenía fin.

Nos levantamos. Sin quitarnos la arena, sin importar nada más. Cogimos nuestra ropa y nos vestimos. Ella, haciendo ese gesto mágico, señaló a la pequeña escalera de madera que daba a la playa. Allí estaba. Un sombrero de mujer, ajado por el tiempo, pero elegante, con sus cintas de seda azul, y su terciopelo rojo. Y al lado. Unos cuantos papeles pequeños. Seis, para ser exactos. Doblados cuidadosamente, con mimo, y colocados dentro del mismo.

"Te toca escoger a ti, cariño" dijo ella encendiendo de nuevo su mirada.

"De acuerdo". Respondí. "Hokkaido. ¿Que te parece?".

"Me gusta! Ya hacía tiempo que deseaba disfrutar contigo en el milenario Japón..."