24.6.11

V.I.D.A. (Vital Impulso Despertador del Alma)

Suaves trazos guían mi mano sobre el papel de arroz. El arte milenario, transmitido de generación en generación, se pone a mi servicio. La energía de tantos y tantos maestros, recorre mi cuerpo, sacudiendo mis entrañas, revolviendo todo mi Ser, y todo vuelve al origen. Y recuerdo. Recuerdos...

Hace más de quince años que dejé el arte de la espada. La más famosa espada juko creada por las manos del artesano Konji. La primera espada de doble filo, que daría lugar a todo un período de cambios, a nivel social, de costumbres y usos.

Quizá mi suerte, o mi condena, ha sido vivir en este momento, en la era Nara de la historia de Japón. Pues me enamoré perdidamente de la inalcanzable emperatriz Genmei. Y por ella luché, me perfeccioné, y dominé las artes de la lucha, hasta convertirme en el primer samurai del emperador Kanmu.

Gracias a esta lealtad y obediencia para con el emperador, podía al menos disfrutar de breves momentos en que estaba a solas con la emperatriz, aunque no podía hablarle si no me preguntaba ella antes. Mi cabeza y mi persona no valían nada ante el consejo, si transgredía la más mínima norma sobre como actuar ante el emperador o su esposa.

La cuidaba, si. La protegía de cualquier peligro. Ella, ingenua, creyendo era obediencia. Yo, sabiendo en el corazón que lo hacía por amor, un amor convertido en devoción hacia una diosa.

Por aquel entonces practicaba el budismo, filosofía de vida que empezaba a extenderse por el imperio, especialmente por las provincias del sur de Japón, con amplia difusión gracias a la familia Fujiwara, de la cual procedían el anterior emperador, Shomu, abuelo a la sazón de la bella Genmei.

El perfume de su piel, aderezado todo el año con aroma de cerezos en flor -conservaban los pétalos mediante una antigua técnica solo conocida por unos pocos maestros del ikebana, o arte floral- susurraba en mi cánticos de melodías infinitas, y su caminar por las estancias de palacio, sabedor de que yo guardaba sus pasos, sus latidos, y su vida, hacían de mi estancia allí el más dulce de los placeres terrenales.

-Minamoto, acércate, Hachimántaro -Dijo la Emperatriz. Me llamaban así, un honor en Japón, pues quería significar "hijo de Hachimán" Dios de la guerra y la agricultura, y protector de la vida humana.
-Si, mi emperatriz -respondí-.
-Por favor, proponedme un Koan, a ver si igualo vuestra sabiduría -dijo ella sonriendo-.

Un koan. En Japón, los maestros budistas, llamaban koans a preguntas que obligaban a la persona a meditar la respuesta, muchas veces tan simple y otras tan alejada de lo que uno pensaba, que se creía que dedicar tiempo al estudio o aprendizaje de koans llevaba a la iluminación y la sabiduría. Que hay de cierto en ello, no lo se todavía. Aún así, decidí deleitar a mi amor con un bello acertijo:

-Decidme, Genmei. ¿Cuando una espada no te corta? -propuse a la emperatriz.
Ella me miró, pensativa. Sabía que una regla del koan era no comprobar la respuesta antes de haber encontrado la suya propia. Sus ojos, delicadamente posados en el vacío de la estancia, brillaron por unos instantes.

-Hay varias respuestas que se me ocurren, Hachimántaro. Que yo no esté al lado de una espada, pero eso no me libra de que más adelante aparezca alguna. Que sea yo quien la empuñe, pero todos sabemos cúan fácil es cortarse uno mismo en un descuido...

-Ciertamente, Genmei. Más no pensáis que sea esa la respuesta. ¿Por acaso tenéis otra que creéis la acertada? -pregunté intrigado, pues era un koan no exento de dificultad para los discípulos de maestros en el zen.

Ella, me sonrió, con la luz que solo una sonrisa como la suya podía transmitir. La luz del día, el frescor de la mañana, la fuerza del mediodía, y la ternura del ocaso que da paso a los mágicos sueños de la noche. Y al fin, respondió:

-¿Cuando una espada no te corta?. Está claro. Cuando uno mismo es la espada. -su sonrisa se dibujó triunfante-.

-Exactamente, Genmei. Otra vez habéis acertado. Si no fuéseis emperatriz, y no tuviéseis que guardar la tradición, seríais una magnífica aprendiz. -dije con ganas de escuchar una vez más su respuesta-.

-Y si vos fuéseis el Emperador, yo sería vuestra más fiel compañera -se atrevió a decir en ese momento-.

La lluvia cae fuera, en los campos de palacio. Se aproxima el otoño, y yo partiré, al monte Wei, a perfeccionarme, y perfeccionar el arte de la espada, pues aunque ya renuncié a usarla -salvo para proteger la vida de Genmei-, nunca se deja de amar lo que es parte del ser de uno mismo.

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