26.7.10

Esa noche...




En realidad, no dejaba de darle vueltas a mi destino.

Como si todo a mi alrededor conspirase para hacerme ver mi situación. Aquella noche perdí mi amado automóvil. Mi elegante y carísimo Porsche blanco. Y es que cuando te juegas todo cuanto tienes, suceden estas cosas.

Era de madrugada ya, aunque aún faltarían un par de horas para que la noche fuese dando paso al amanecer. Sentado en las escaleras del Gran Casino, rumiaba mi desdicha, y una sensación de vacío me invadía por momentos, amenazando con hundir lo poco que de mi velero -yo mismo- había sobre la superficie.

Como llegué a este punto, ni yo mismo bien lo sé. De siempre había jugado, con más o menos fortuna, en el casino. Los encargados me conocían, solía cenar allí, en el restaurante, para después disfrutar de un buen rato de juego, acompañado a la mesa por su inseparable vaso con hielo, y su Jack Daniels de reserva. Como me gusta decir: una buena mano se saborea con un mejor bourbon.

La cuestión es que esta noche, estaba con mi novia. Gran error. Ella sabía de esta afición mía, pero por algún motivo fetiche, nunca la había llevado al casino, en concreto a éste. Juntos hemos jugado en otras mesas, degustado otros salones de cartas, o bien marcado unos cartones de bingo sin más preocupación que estar juntos. Esta noche no fue igual. Ella se empeñó en acompañarme. Y yo, en un gesto de locura, acepté.

Al entrar al casino, ya todo fue distinto. Renato di Volta estaba esperándome. Eso no presagiaba nada bueno... o si.

Cuando Renato venía, desde su villa en la Toscana, a jugar al casino, se organizaba una partida ilegal. No ilegal en el sentido de transgredir la ley, sino que una sala del lugar se cerraba, para acoger a apostadores fuertes, donde corría un abundante dinero, vaya usted a saber de que maneras obtenido, ese era el caso. Al punto de verme, Renato exclamó un gigantesco: ¡Mío caro Vilo, vienes a la partida! ¿Es así?

Como negarme. Renato me salvo de mendigar en las calles, cuando perdí mi empresa, ya hace ocho años. Renato me alquiló un piso por seis meses. Renato me ofreció un trabajo honrado, con un sueldo honrado, y un horario, más que decente bueno. Renato...

Renato me presento a Olivia, una milanesa de cabellos largísimos, con esa mirada traviesa de las italianas que sabes que no conduce a nada formal, pero de la cual no quieres perderte nada. Y así me ocurrió, que desde que conocí a Olivia, ya hace dos años, estábamos juntos.

Ella me abrió puertas, volvía al trabajo, a mi ritmo de antes, a las fiestas, a locales de ambiente donde se cerraban tratos y oportunidades de negocio. Yo, Vilo, volvía a ser, de otra manera, el de antes, pero con más camino por donde andar.

Viajé mucho con mi novia, recorrimos muchos países, aproveché para ponerme el mundo por montera, y ya de paso, darle unos quites al natural a ese toro, demostrando y demostrándome que el arte del toreo en los negocios también era mi fuerte.

Tan fuerte que acepté entrar en esa partida. Cuanto más pienso que algo en mi interior me decía que no, que Olivia no debía ver aquello... en que momento no seguí las señales de mi corazón.

Tras una frugal cena de los participantes a la mesa -casi todos conocidos por mi-, nos dispusimos a empezar. Como no, sería póker. Ahí podías jugarte hasta tu propia dignidad, si alguno de los apostantes te la aceptaba.

Conforme fue discurriendo la noche, un ambiente tranquilo se fue enrareciendo. Apuestas cada vez más fuertes y salidas de tono marcaban el ritmo en la mesa. El saber que podía ser una noche de fábula, nos arrastraba a todos al éxtasis, al frenesí, al delirio. Y sin darnos cuenta, sobre todo para mi, llegamos al momento cumbre:

-¡Noventa mil euros! De esta mesa no salgo sin llevarme un buen pellizco, jajajajaja -dijo Enzo que estaba enfrente mío, apostando esa barbaridad.

Mis cartas eran inmejorables. Olivia miraba, ella sabía jugar, sabía que no había más que dos, a lo sumo tres jugadas mejores que la mía. Jugadas improbables, difíciles de conseguir así como si nada. Yo no quería apostar. O si. Un sudor frío me recorría la frente. En la mesa debía haber, entre todo lo apostado esa mano, más de ciento ochenta mil euros. Enzo me miraba sonriente... cuando me dijo:

-Vamos, Vilo, acepta mi apuesta. Tantos años jugando... se nota que tu mano es lo suficientemente buena... ¿eh?. Me gustaría estrenar coche nuevo. ¿Te atreves a poner las llaves de tu Porsche en la mesa? ¿Qué dices?.

Iba a decir que no -bendito no-, cuando una mano se posó en mi hombro. Era Olivia:

-Cariño, la tienes. Tienes la mano, puedes ganar, y lo sabes, es casi seguro. No perderás tu coche - me dijo con confianza en la voz.

-De acuerdo -respondí-. Acepto...

En ese momento me di cuenta, por mis sensaciones, que ya estaba todo perdido. Los demás mostraron sus cartas, todas por debajo. Yo miré las mías, las puse boca arriba, con una sonrisa más bien poco convincente. Enzo, muy lentamente, dejo al descubierto las suyas. Había ganado... Enzo, había ganado...

Son las seis de la mañana, y ya está clareando. Olivia, para desgracia mía, se ha marchado con Enzo, imagino que a seguir viajando, jugando, disfrutando, con mi coche y parte de mi dinero que se quedó en esa mano.

En fin, como suelo decirme a mi mismo en estas situaciones... "cuando te encuentres en un callejón sin salida... pues sal por donde entraste". Cogí mi abrigo, y me levanté, dispuesto a encarar el nuevo día...

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