12.10.10

El jardín, todo comienza de nuevo



Hojas que el viento no consigue arrancar, son movidas con presteza por el hábil jardinero. A duras penas va despejando un suelo que se le antoja demasiado abandonado como para desear limpiarlo. Más sabe que no habrá lluvia, arena o piedra sobre piedra que pueda hacer desaparecer esa visión. Debe limpiar. Necesita limpiar. Y quiere.

El trabajo es muy arduo. Tiene quien le anima, quien le apoya y le da fuerzas. Incluso quien sabe de su valía como experto y magistral jardinero, y le ayuda en su cometido cuando puede.

El sabe, en su ser más íntimo, que está haciendo una labor enorme. Hay tanto árbol seco que arrancar, tanta mala hierba que quitar, remover cierta zona de tierra. Ya han pasado unos días, y apenas se ve el resultado de lo hecho. Tal es el comienzo de cualquier limpieza a fondo.

Hay momentos en que los incipientes fríos del otoño, se le van metiendo en el cuerpo, y le impiden avanzar al ritmo de siempre. El, con paciencia, los va soportando, dejando que le mantengan bien despierto. Aún así, eso no impide que a veces sienta la humedad que reina en un ambiente que diríase salvaje sino fuese porque es su propio jardín. Amplio, si, muy grande, pero jardín al fin.

Por las noches sueña, y anota sus sueños. Es una manera de conectar su vida diaria, con otra tan real como la primera, donde la fantasía da alas a todo lo imaginable, donde los límites no existen, como para hacerle comprender que en esta otra vida, también esos mismos límites y obstáculos son en realidad mucho menores de lo que él mismo cree.

Alza la mirada al cielo. Una tímida gota le cae en el rostro, e intuye que va a volver a llover. Le gusta pasear bajo la intensa lluvia. Para él es limpiarse, sacudirse la energía negativa del ambiente, y respirar aire más puro, llenando sus pulmones y su cuerpo de luz, esa luz que siempre, siempre, precede a la más feroz de las tormentas, al cielo más negro posible. Otras cuantas gotas más le dicen que por hoy el jardín va siguiendo su limpieza, que aunque muy poco a poco, no ha de cejar en el empeño, que todo cuanto avance no tendrá que volver a limpiarlo. Si no lo deja de nuevo, claro está.

Ya en su casa, se sienta en la entrada, mientras una finísima lluvia hace música a su alrededor al golpear cada gota una superficie distinta: las tablas de la entrada, las diferentes tejas de su tejado, las hojas del gran árbol que sigue creciendo majestuoso, incluso el repiqueteo contra el suelo tiene su particular sonido, que se une al coro de instrumentos de lluvia que conforman aquella sinfonía.

Como de costumbre, entre las manos sujeta una caliente taza de la cual surge un intenso olor a té rojo. Hace años que se aficionó a esta bebida, disfrutándola siempre que puede, relajándose mientras la saborea y deja su mente vagando en otros paraísos, o viviendo mil y una aventuras.

En ese preciso instante, un despistado gorrión que no tuvo tiempo de guarecerse, se refugia en la otra esquina de la entrada de la casa, bajo el techo de madera, piando sin miedo, pidiendo un poco de refugio ante aquella inminente tormenta. El jardinero asiente con la cabeza. Ese gorrión -piensa él- también está limpiando su propio jardín, y ha debido hacérsele tarde.

Como en un destello de sabiduría, recuerda para no olvidar, que él está también limpiado, renovando y poniendo en orden su jardín, que en el fondo no es otro que él mismo y su propia vida.

Y sonríe.

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